Reproducimos en este artículo el comentario sobre la obra de Eusebio San Blanco escrito por el reputado crítico artístico Javier Rubio Nomblot para el Catálogo de la Exposición “Eusebio San Blanco: Sobre calapitrinches, menesterosas y otras formas menos oblongas” promovida en 2008 por la Obra Social de Caja de Ávila.

Existen artistas con capacidad de realizar un trabajo maduro, tanto desde la creación como desde la técnica pictórica, a un tiempo que transmitir una mirada irónica del mundo a través de sus obras. Belleza más allá de la piel y del tiempo. Pues bien, uno de esos artistas es sin lugar a dudas Eusebio Sanblanco con la Galería de retratos que recoge esta exposición.
Lo grotesco no implica necesariamente fealdad, a veces, tan sólo desnudez del alma, categoría de acercarse a la belleza desde una cierta provocación que no deja pasivo al espectador ni siquiera al propio objeto artístico. Un leve guiño al esperpento para hacer más patente la realidad. Belleza desbordada que incluso podemos ver en los títulos con los que el artista significa cada obra e incluso el título de la propia exposición: “Sobre calapitrinches, menesterosas y otras formas menos oblongas” juego picaresco donde la sensualidad colorea la imaginación del creador.
Sin lugar a dudas estamos ante un espléndido retratista, pero también narrador y dramaturgo como apunta el poeta Juan Antonio González-Iglesias en el escrito que acompaña este catálogo: “Eusebio Sanblanco no es sólo un excelente pintor, también un verdadero narrador y dramaturgo”. Pues en sus retratos, los personajes nos empujan al encuentro con historias a través de insinuaciones, susurros o descaradas miradas que no cejan de inducirnos en la trama de los relatos.
Para Caja de Ávila es una satisfacción presentar, en El Espacio Cultural Palacio Los Serrano, la obra de Eusebio San Blanco.
Podríamos proponer –ingenuamente– que “lo real” (un concepto huidizo, una sustancia esquiva y perpetuamente inacabada) se atisba a veces en la “representación” que de “ello” ofrece el arte (y en la “simulación” que desarrolla la ciencia); y también –cándidamente– que el “realismo” es una de las “formas” que adopta esta descripción parcial de los acontecimientos; e incluso precisar que por realismo entendemos –así lo pretendían, al menos, los artistas decimonónicos que reinventaron el “estilo”– una renuncia a la “idealización”. Claro está que es imposible no “idealizar” (o “ideologizar”) aquello que es objeto de observación y representación, ya sea para enfatizar algunas de sus particularidades o para minimizar su importancia; de ahí que, en la actualidad, se tienda incluso a renunciar –en la medida de lo posible– a la “representación” de algo y se desarrolle un arte de la simple “presentación” de lo real (a menudo, de su banalidad; pero, también, de aquello que tiene de más escabroso y abyecto; este es el eje que vertebra el famoso Retorno de lo real Fosteriano). Aun así, la derogación de la representación –atisbada ya por Duchamp hace noventa años– crea nuevos problemas, relacionados unos con el contexto en el que se desarrolla la “mostración” (sería éste, el Museo o la Institución, el que certificaría que lo real mostrado es “arte”) y otros con el papel del artista, convertido unas veces en sociólogo, otras en etnógrafo, otras en animador o en parodia de sí mismo. Propongamos sin embargo –en la estela de Virilio, Baudrillard y otros pensadores muy críticos con el arte mostrativo–, que la representación de lo real aún es posible y necesaria y que las representaciones poseen ciertas virtudes (y defectos: “lo que ha estado en juego desde el principio ha sido el poder mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio modelo”, dijo Baudrillard), aunque admitamos –algo que puede resultarles difícil a muchos– que el arte –pensemos en la literatura– no consiste ya sólo en eso y que incluso es posible un arte que no representa. Entraríamos pues en el territorio de la “representación realista”.
Pienso que Tomás Llorens, cuando con ocasión de su espléndida y polémica exposición Mimesis. Realismos modernos. 1918-45 (Museo Thyssen y Fundación CajaMadrid, 2006; su último proyecto como director del museo) pobló las paredes de obras expresionistas (Grosz…) e incluso abstractas (Fautrier…), quiso demostrar que el “realismo” es fundamentalmente una actitud –en aquel caso, un “espíritu”, el de entre-guerras– y que, efectivamente, es en la huida de la “idealización” (sea lo que esto signifique) donde podemos tratar de hallar algo de esa pasión por lo real que anida en cierta pintura y, concretamente, en la de Eusebio San Blanco. Aun a riesgo de simplificar en exceso el discurso del curador, diría que para Llorens, aquellos “realismos” eran tales porque, distanciándose de las tendencias más formalistas y de las teorías de la abstracción dominantes, los artistas involucrados describían su encuentro con la nueva realidad del mundo moderno en sus aspectos más vitales y cotidianos; de ahí que las figuras de Grosz, Beckmann, Dix, Schad o Solana brillaran en aquella exposición con especial intensidad (todos ellos, claro está, nos remiten a la obra expresionista, irónica y cruel de Eusebio San Blanco) y que fueran precisamente los apartados dedicados a “Pasiones metropolitanas: Figuras en la ciudad”, “Nuevos paisajes agrícolas, urbanos e industriales” y “El artista frente a la Historia” los que a la postre resultaran ser los más valorados y polémicos de aquella soberbia exposición “de tesis”. Deberíamos deducir que, por oposición a la representación literal u objetiva de lo real que propugnan ciertos realismos, la exageración, la deformación propia del expresionismo, nos acercan a lo que nos importa de lo real (en cada momento, en cada encrucijada histórica); e incluso, si quisiéramos ser radicales, podríamos decir que el “realismo” de raigambre existencialista (y también el fotorrealismo de ascendencia Pop), desde su frialdad y su neutralidad, nos informan precisamente de lo que no nos importa de lo real; de su piel vacía, de su existencia sin sentido, de su lánguido devenir.
Gabriel Rodríguez ha señalado que la obra de Eusebio San Blanco recorre “el camino que va desde el realismo a la búsqueda de lo real”: se trataría por tanto de una búsqueda del sentido; y podríamos precisar que no es en el origen –una naturaleza que se desarrolla sin necesidad de explicarse a sí misma– ni en el final de esa andadura –el porqué de la vida, que será siempre una construcción, una idea– donde se sitúa una obra que es esencialmente inquietante y extraña, sino en algún punto a medio camino entre la apariencia y su negación. Este artista –cuya obra se edifica sobre el dominio de la técnica y un conocimiento exhaustivo de la anatomía y la expresión– explora ciertos intersticios, se sitúa así entre lo canónico y lo monstruoso, lo verosímil y lo imposible, lo científico y lo poético: es la manipulación –sutil, en su caso– de lo real aparente la que desvela un sentido oculto. Paul Valéry, en sus Escritos sobre Leonardo da Vinci, inicia así uno de los más bellos cantos a la obra del maestro que se conocen: “Este espíritu simbólico guarda la más amplia colección de formas, un tesoro siempre claro de actitudes de la naturaleza, una potencia siempre inminente y que crece según la extensión de su dominio. La constituyen una multitud de seres, de recuerdos posibles, la fuerza de reconocer en la extensión del mundo un número extraordinario de cosas distintas y ordenarlas de mil maneras. Él es el dueño de los rostros, las anatomías, las máquinas. Sabe de qué está hecha una sonrisa; puede ponerla en la cara de una casa, en los pliegues de un jardín; desgreña y ensortija los filamentos del agua, las lenguas del fuego”. Es imposible no evocar la figura del sabio cuando se examinan la trayectoria, la obra y el taller de Eusebio San Blanco. Pienso en sus pinturas primeras, unos pequeños y delicados temples que homenajean a la pintura flamenca (nos remiten, claro está, al Bosco pero, también, al realismo mágico o fantástico de un José Hernández); en su tesis doctoral sobre la distorsión anatómica, en su condición de profesor de Anatomía en la Universidad de Salamanca, en sus incontables estudios de la morfología del rostro, en su colección de tipos y arquetipos humanos, en esa misma cabeza desollada que preside el taller ahora, cuando el artista se halla embarcado en la creación de modelos destinados a la industria de la animación en 3D…
Como investigador de semblantes desencajados (San Blanco siente especial admiración por el gran escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt, estudioso de los rostros de la locura, ocultista y poseso) y de anatomías imposibles (véanse, por ejemplo, esos tondos en los que el rostro se ensancha para volverse totalmente circular), San Blanco se inscribe, además de en las tradiciones expresionista y magicista, en la de lo grotesco (hay otros nombres en España: pienso en el Goya de los Caprichos, del que beben Solana y, luego, Mateos y G. Ochoa; hasta llegar a nuestros días: Alcorlo, Salvador Montó, Ignacio Berriobeña…). Beatriz Fernández Ruiz, en su De Rabelais a Dalí. La imagen grotesca del cuerpo, sostiene que, si bien esta “predilección por lo deforme, entendido como capricho, extrañeza o monstruosidad” (o también: “en sentido figurado grotesque –o grotesk– significa lo mismo que extraño, no natural, aventuresco, caprichoso, gracioso, ridículo, caricaturesco y otras cosas por el estilo”) se rastrea en El Bosco, Brueghel, Durero o Goya, “lo grotesco como categoría estética no se perfila con cierta nitidez hasta el siglo XIX, y aún entonces aparece íntimamente revuelto con lo feo y lo cómico, manteniendo, eso sí, las distancias respecto a lo bello o lo clásico. Antes del siglo XIX lo grotesco vive en el campo de lo marginal. Existe, y con una presencia llena de vitalidad, pero no está claro que se pueda considerar como arte: pertenece al carnaval, la decoración, la caricatura, la parodia… Su presencia indica que estamos en los límites de lo admitido como arte, exactamente en el lugar en que el humor se hace un hueco, y parece que sólo quiere jugar, sin ninguna pretensión de seriedad”.
Así esta categoría, que nace como tal con “la revisión de lo feo en el romanticismo alemán” (piénsese en Schlegel, por ejemplo), está por tanto estrechamente vinculada con el Carnaval y a la Comedia: “Jacques Callot (1592-1635) aparece por primera vez como modelo de lo grotesco en el Dictionnaire de Monet, de 1620, y a partir de esa fecha se asocian continuamente sus grabados con lo grotesco en los diccionarios y obras literarias. La fuente de su obra había sido el teatro italiano de la commedia dell’ arte, conocido en su época como commedia all’’ improvviso; de nuevo un cruce entre teatro popular y grotesco, donde volvemos a encontrar una acción estereotipada”. Es evidente que tanto la commedia y el Carnaval como el expresionismo (y la pintura extraña de Eusebio San Blanco) son vías de conocimiento de cierta realidad humana subyacente a la que sólo puede accederse mediante la exageración y el exceso: “si interpretamos la sorpresa como una congoja perpleja ante la destrucción del mundo, lo grotesco adquiere una relación oculta con nuestra realidad y un fondo de “verdad””, señala Wolfang Kayser en Lo grotesco. Lo cual nos devuelve a “lo real”, entendido como territorio subterráneo en el que se agitan las pasiones y las intenciones ocultas (“lo que nos importa” del mundo).
Pero, ¿cuál es exactamente el mecanismo? Mijail Bajtin, en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais, precisa que “el rasgo sobresaliente del realismo grotesco es la degradación, o sea la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual y abstracto”. Para Bajtin, degradar “significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales”. Es decir: una negación de lo humano ideal y una búsqueda, no tanto de lo animal cuanto de aquello que alienta bajo la norma –y el canon. Por eso “el cuerpo grotesco –continúa Bajtin–, no tiene una demarcación respecto del mundo, no está encerrado, terminado, ni listo, sino que se excede a sí mismo, atraviesa sus propios límites. El acento está puesto en las partes del cuerpo en que éste está, o bien abierto al mundo exterior, o bien en el mundo, es decir, en los orificios, en las protuberancias, en todas las ramificaciones y excrecencias: bocas abiertas, órganos genitales, senos, falos, vientres, narices”. Este sería pues el sentido de la deformación anatómica que practica Eusebio San Blanco y que es uno de los argumentos característicos de su pintura: acortamientos y ensanchamientos, hinchazones y descolocaciones, tienden a conformar un cuerpo perpetuamente inacabado, que nunca ha podido ajustarse a canon alguno y que, en cualquier caso, es moldeado por la propia vida, por lo accidental, lo azaroso e inexplicable.
De ahí que podamos decir que lo más sorprendente de esta pintura, de estos personajes que inventa Eusebio San Blanco y que pueblan su galería bizarra, es que todos nos recuerdan a alguien. Son arquetipos –y no formas ideales– hallados tras paciente búsqueda, el resultado de centenares de apuntes tomados en la calle, en las aulas o frente al televisor. Y probablemente sean las emociones –el pánico, la risa, el cálculo…– lo que reconocemos en ellas. Su sensualidad esperpéntica es la de ese aliento de lo humano que, paradójicamente, abomina del artificio.
Javier Rubio Nomblot